Corremos detrás de la felicidad y no puede haber mayor complacencia que gozarse en la Trinidad, anclarse en su Amor desbordante, manteniéndonos jubilosos siendo dóciles a sus dictados. Nada sacia tanto la existencia creyente como la vivencia de las Tres Divinas Personas. El Santo Misterio del Amor lo enciende todo para bien: ilumina el ministerio de la Iglesia al servicio de los fieles; enciende la vocación y misión de cada creyente; esclarece la novedad de la salvación conquistada por el Resucitado crucificado; orienta hacia una permanente conversión en sintonía con nuestros semejantes, entregados incondicionalmente al servicio de los pobres. Pero hay algo más: el Espíritu, que ultima la intimidad infinita entre el Padre y el Hijo, nos une también a todos los creyentes para formar una familia de hijos y hermanos, destinados a conseguir un júbilo perpetuo que nunca pasará.