La vocación de todos los hombres es ser hijos de Dios en el Hijo,
relación que alcanzamos mediante una alianza nueva y eterna.
Para la mayoría de las personas, esa vocación universal se concreta
en el matrimonio, camino y anticipo de ese éxtasis, de ese darse
y encontrarse, de esa unidad en la multiplicidad que es la vida
misma de la Trinidad, y que es lo que anhelamos sin saberlo.
Para otros, su vocación al celibato supone saltarse el matrimonio
terrenal, y vivir, aquí y ahora, el matrimonio celestial.
Decimos que Dios no tiene pasiones en sentido pasivo, y tenemos
razón. No es movido, dirigido o condicionado por pasiones,
como nosotros. No se puede enamorar por la misma razón
que el mar no se puede mojar o un volcán no se puede calentar;
porque Él mismo es amor. Pero ese volcán de amor el amor
que mueve el sol y las estrellas, el amor que se hizo hombre, el
amor que murió por nosotros es más apasionado y real que
nuestros amores temporales; es el único capaz de llenar el corazón
de una persona casada, a través del amor de su cónyuge; es el
único capaz de llenar el corazón de un célibe.
Partiendo de dos concepciones poco exploradas de presencia
y libertad, el autor analiza la relación entre el matrimonio y el
celibato (en especial el celibato de los laicos), así como el discernimiento
para elegir entre un camino y otro (en realidad, entre
cualquier camino vocacional). Las conclusiones sorprenderán al
lector, algo lógico tratándose de una seducción misteriosa.