Al comienzo del tercer milenio, el hombre se ve impelido a abordar una serie de preguntas radicales y urgentes: ¿Está destinada mi existencia a ser un enigma incomprensible? ¿Estoy condenado al vacío de la soledad? Si Dios existe y me ha querido, ¿por qué calla?
Sin embargo, estas preguntas en última instancia le resultan extrañas, porque no vislumbra su posible respuesta, lo que lleva al hombre posmoderno a quedarse en aquello que conoce y controla de sí mismo y de los demás, dando lugar al individualismo narcisista que predomina hoy. Y, a su vez, este hombre es quizá más realista que en otros tiempos: la ausencia de vínculos y la falta de libertad le hacen intuir que la esperanza no puede proceder sin más de un cambio de circunstancias.