La revelación bíblica, al afirmar que Dios se ha hecho
rostro y que el hombre es imagen de Dios, ha privilegiado
el rostro humano.
Sin embargo, hoy, la muerte de Dios amenaza esa faz
humana despreciada por los totalitarismos y el anonimato
de las grandes ciudades. Incluso el arte contemporáneo
parece olvidarse de su representación.
De ahí la urgencia de una reflexión sobre el rostro que se
abre a la eternidad, a lo inagotable, y que nos conducirá
al rostro de los rostros, el de Dios hecho hombre, para
permitirnos descifrar en él la faz humana y el icono del
hombre deificado. Además, todo rostro, por desgastado
o destruido que esté, a poco que nosotros lo veamos con
la mirada del corazón, se nos revela lejos de la repetición,
único e inimitable.