La base del cristianismo es la resurrección de Jesús, testimoniada
por sus seguidores más cercanos aquel memorable primer día de la
semana.
En el descubrimiento de la tumba abierta, que no vacía sino llena
de los resplandores del «relámpago» y de la «nieve» como los
vestidos de Cristo sobre el monte de la transfiguración, se evoca el
mundo abierto de la ascensión, abierto a las llamas y a los vientos
de pentecostés.
Esta inversión de la «kénosis» hace que la tierra se convierta en el
centro simbólico de lo real y la imantación de la gravedad se
vuelva imantación de lo celestial. El esplendor por excelencia ha
bajado de los cielos y establecido su morada definitiva en medio de
sus criaturas.
Con la resurrección de Jesús de Nazaret, el Cristo, la tierra de los
muertos se vuelve tierra de los vivos y se revela como el gran
icono. Pero en absoluto se trata de la representación de lo
irrepresentable, es decir, de la resurrección misma, sino de la
muerte vencida, de la sombra iluminada, de la «tiniebla
transluminosa» del Dios vivo con nosotros.