La teología, «ciencia de las demasías» (E. Jünger), busca la verdad desde el exceso, es decir, sin ponerse límites ni tener miedo a la exuberancia que en sus estratos más profundos atesora lo real.
No era posible concluir la gran aventura intelectual del gran pensador de Lovaina sin pensar desde Dios la propia teología. Dedicó su vida a esta ciencia, que para él terminó por convertirse en una forma de estar en el mundo, de dialogar con sus contemporáneos y de indagar en el sentido.
¿O acaso no es la teología esa ciencia singular, inclasificable, que se atreve con aquello que sueña toda ciencia: el intento imposible de comprender la totalidad? ¿O tal vez el hombre debe rendirse a no ir más allá de los límites que le han sido dados por la biología, la naturaleza y el tiempo, o que le han impuesto la geografía, la cultura y las modas?
La teología, ciencia de la transgresión, ciencia de las realidades inexactas, a lo único que jamás podrá renunciar, si pretende proponerse como saber riguroso y objetivo, es al «logos». De esta convicción nace su mejor elogio.