La empresa vive una doble vida entre nuestras mezquindades cotidianas y los ingenuos discursos sobre la competencia. El orgullo, la pereza, la rutina no aparecen en los libros, pero pueblan nuestras oficinas. ¿Por qué empeñarse en que los directores tienen que ser empáticos y simpáticos cuando la realidad es que tienden a ser exigentes y algo despóticos? ¿No será que el paradigma desde el que los analizamos no es correcto? Vivir en la excelencia es vivir en el error. Pensar en la incompetencia es aproximarse a la verdad. Y disponerse con paz a luchar contra ella.