No es normal, en el campo teológico, reflexionar sobre la existencia cristiana y sobre el "mandamiento nuevo" desde un horizonte de ternura. Y sin embargo, un recorrido de este género es decisivo, si se quiere que la Iglesia se presente al mundo como el sacramento de la ternura de Dios, de un Dios de bondad y de gracia y no de miedo y castigo. La verificación teológica sobre la ternura de Dios comporta notables implicaciones de orden eclesiológico. No es posible hablar de ternura sin someter a discusión no pocos comportamientos de la Iglesia y de cada cristiano en relación con los más humildes. La teología de la ternura supone, de hecho, la praxis de la ternura, al mismo tiempo que pone en crisis un modo cristiano de existencia que queda en la superficie o se contenta con un cristianismo mediocre, sin garra y sin entusiasmo. La Iglesia debe anunciar a los creyentes que sin el evangelio de la ternura no se responde plenamente al evangelio del amor, que nos ha dejado el Maestro. El hombre y la mujer están llamados, ambos, a ir a la "escuela de ternura", enriqueciéndose mutuamente con sus dones y comprometiéndose a construir juntos, en un diálogo positivo y respetuoso de la diferencia, una auténtica "civilización de la ternura".