Hacer de la Iglesia la casa y la esculea de la comunión: este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. La propuesta de Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millenio ineunte partía indudablemente del análisis de la realidad eclesial, que revelaba y revela la necesidad de fortalecer la comunión. En efecto, recoge la vocación de la Iglesia de dar testimonio de comunion (la casa) por un lado y de aprender y enseñar (la escuela), por otro. Ello enlaza con la reconciliación, entendida como consumación del ser y de la misión de la Iglesia. La comunión no se apoya ni se construye en el aire, sino que se realiza y desarrolla en medio de la historia, marcada por consensos y desencuentros, acuerdos y disensos. También hoy la comunión se construye en medio de tensiones y conflictos, que, en más de una ocasión, llegan a ser abiertas confrontaciones en la comunidad cristiana. Sin embargo, el conflicto, tan inherente a la vida humana, no ha de entenderse en principio como antagónico a la comunión. Lo que se opone a esta es la ruptura, la separación o el aislamiento (excomunión). El conflicto puede servir como oportunidad de crecimiento o debilitamiento de la comunión, dependiendo de su tratamiento. No es de entrada un mal, sino desafío y contraste de la comunión.
