En las siguientes páginas, antes de adentrarnos en la guía de la práctica de la lectura divina, mostraremos cómo, en el fondo, ya se encuentra en la redacción misma de los textos del Antiguo Testamento. En una palabra: la Escritura misma nace como fruto de la lectura divina. Por descontado, no hace falta decir que los autores del Nuevo Testamento, para describir a la persona y la obra salvadora de Jesús, practicaron la lectura divina del Antiguo Testamento. Sucesivamente, los Padres de la Iglesia se movieron por el mismo camino y los monjes, tanto de la época tardoromana como los de la Edad Moderna, hicieron de la lectura divina el eje de su vida junto con la oración y el trabajo. El movimiento litúrgico del siglo XX supuso una aproximación a las fuentes bíblicas. En el Concilio Vaticano II, con las Constituciones sobre la sagrada liturgia y la divina revelación, se abre el camino a un mayor amor por la Sagrada Escritura. Y el Sínodo de 2008 sobre «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» da carta de naturaleza a la lectura divina y describe sus características y sus valores.