Nunca imaginé que una agresión sexual que sufrí de niño podía destruir
también mi vida de adulto.
Aunque aquella penosa experiencia quedó sepultada en lo más recóndito de
mi memoria, mi cuerpo no dejó de mandarme gritos de auxilio en forma de
dolencias, miedos y hasta dificultades para relacionarme.
Durante casi cuarenta años permanecí atrapado en la negación de aquel
trauma. Pero un día estalló todo: interpuse una denuncia y, por fin, hablé.
Creí que aquello me ayudaría a sanar, pero la vida que había vivido se
desmoronaba. Entre los escombros, una pregunta no dejaba de resonar en
mí:¿por qué ser sacerdote cuando había sufrido abusos de uno de ellos?
Nuestro futuro no está escrito. Siempre es posible renacer cuando,
desterrado el odio y la venganza, se busca la justicia que repara la propia
dignidad y restablece el orden del mundo.