El silencio de la oración aparece, a quien a él acude, como un mundo habitado por palabras, signos, presencias y rostros; pero, sobre todo, habitado por la Palabra de Dios. Esta, como enseñan los Padres, crece con quien la lee, la escucha y reza con ella. No se aprende una lengua en un solo día y en un momento emotivo. En la oración siempre somos como los niños. Esta es la condición verdadera ante Dios: ser hijos y niños. Jesús, que es compañero y maestro en la oración, nos ha enseñado a decir con él y con los hermanos: «Padre nuestro...».