Cuando en el año 375 d.C., los hunos irrumpieron al norte del Mar Negro y el emperador Valente autorizó a los que más tarde serían conocidos como visigodos a protegerse dentro de las fronteras, nadie en Roma podía pensar, que, pasados cien años, el Imperio romano occidental habría desaparecido. En ese tiempo, la que ha sido conocida como la Roma eterna se jugó su destino de la mano de personajes tan fascinantes como Alarico, Teodosio el Grande, Estilicón, Elia Gala Placidia, Aecio, Ataúlfo, Genserico o el gran Atila; o personajes eclesiásticos como San Dámaso, San Agustín, San Ambrosio, o San Jerónimo. Un largo proceso de decadencia había llevado a Roma al borde del abismo y los romanos, apagado aquel espíritu que los había convertido en la mayor civilización conocida, eran incapaces de oponerse a la fuerza y vitalidad de otros pueblos, que, con energías renovadas y una nueva vitalidad, querían encontrar un hueco en un mundo que heredaron, porque el Imperio ya era incapaz de rechazarlos y, aún lo era más, de imponerles su liderazgo. No fueron las causas de la decadencia las que determinaron la caída. No cab