Se nos ha dado la posibilidad de vivir intensamente cada instante y de amar
en plenitud, superando nuestros miedos y nuestras propias limitaciones. Lo
que de verdad mide nuestra vida, nuestros actos y a nosotros mismos es el
Amor que hemos recibido, el Amor que nos ha creado, salvado, iluminado,
redimido, definido. La vida en plenitud es una tarea. Ante la realidad que nos
toca vivir, tenemos que asumir todo el protagonismo. Para eso, es necesario
contestar a esta pregunta: «¿Qué puedo decir de mí?». Nos equivocaremos
casi siempre si antes no hemos profundizado en quiénes somos. Para
responder adecuadamente deberemos ir a lo más íntimo de nuestro yo. Ahí,
en el punto más céntrico de mi ser, está Dios. Dios es quien me dice quién
soy. Él es el fundamento de mi existencia, eso que nadie puede mover, ni
quitar, ni romper. Y es Dios quien me dice: «Tú eres mi hijo». El significado
más radical de nuestra existencia nos lo da quien nos ha amado desde
siempre. Podemos tener proyectos más o menos interesantes, luchar por
nuestra realización y crecer cada día más como personas, pero sin Cristo
nuestra vida carece de la trascendencia y la plenitud que están inscritas en
lo más profundo de nuestro corazón. Al margen de Cristo podemos tener
éxito, pero no plenitud. Que en tu centro no estés tú, sino Cristo, y que en tu
deseo de responder a ese Amor que te ha amado primero encuentres
sentido a todos tus quehaceres cotidianos. Y Él, que da sentido a todo lo que
existe, te proporcionará la fuerza necesaria para afrontar todas tus luchas.