Extranjeros, inmigrantes, emigrantes, refugiados, autóctonos, nacionales, clandestinos, regularizados... ¿Hay un solo día en que en el periódico (impreso, digital o televisado) no aparezcan estas palabras? En nuestros días se ha producido una gran mezcla de pueblos. Muchos europeos no saben, además, que este fenómeno mundial es aún más intenso en Africa, en Asia y en América del Sur que en los países del Norte. Tema trepidante del que surgen preguntas fundamentales ("mostrar la humanidad o el racismo"), jurídicos ("aplicar el derecho, proteger a las minorías"), económicos ("desempleo, explotación de los clandestinos"), culturales ("asimilación o comunitarismo"), religiosos ("diálogo o fanatismo"), políticos ("abrir o cerrar las fronteras"), e incluso estratégicos ("guerra o paz"). Podríamos pensar que, en los tiempos bíblicos, la mezcla de pueblos fue menos importante y los problemas menos agudos. Si preguntamos a la Biblia, nos podremos sorprender porque atribuye gran importancia a esta cuestión de la emigración. La Biblia no es neutra, sino que interpela. No hagáis sufrir al extranjero que viva entre vosotros. Tratadlo como a uno de vosotros; amadlo, pues es como vosotros. Además, también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto (Lv 19, 33-34).