Dios no tiene poder, es el poder quien «tiene» a Dios. La precomprensión de lo que es y cómo se ejerce el poder determina las hechuras de la divinidad. A tal punto el motivo del poder se ha hecho consustancial al misterio divino que resulta prácticamente imposible pensar la divinidad fuera de imaginarios de autoridad, potestad, dominio, soberanía o señorío.
Con su estilo provocador, el autor saca a la teología de su zona de confort para repensar el hecho religioso desde las categorías de la impotencia y la fiesta.
¿Para qué sirve un Dios que baila?