Todos los días veo una rotonda y pienso es una apuesta por la ingravidez y el juego, un salto «descreído de sí mismo» hacia la tradición vanguardista. Desde la ventana y la búsqueda de lo sorprendente, la ciudad se reinventa en cada poema en un ejercicio de voyerismo miope e ironía demiúrgica en que asoma la sospecha de la vida urbana y de la creación poética. En la rotonda el hastío, los jornaleros y la muerte; en la rotonda el autor, el lector y el renacer: «si esta rotonda ha amanecido como nueva / es porque yo la estoy mirando / exactamente igual que todos los días».