radiante, su piedad, su libertad de hijo de Dios por todo
aquello tan hermoso que existe en el mundo, su sentido
social, la conciencia que tenía en compartir el destino y
la vida de la Iglesia. Pero lo que más asombra es que
todo ello aparecía en él de una forma natural y
espontánea. Su fe no encontraba ninguna «explicación»
humana. Pier Giorgio Frassati no era cristiano ni por
reacción contra la generación liberal y anticlerical de sus
padres, ni por ningún motivo «cultural». Su fe se nutría
de la sustancia misma del cristianismo: Dios existe, la
oración es la levadura de la existencia, los sacramentos
son el alimento de la vida eterna, la fraternidad
universal es la ley de las relaciones humanas. Es aquí
donde aparece el carácter misterioso de la gracia divina.
En un ambiente donde se considera el cristianismo
«superado» surge un cristiano que respira la alegría de
vivir, que no tiene nada de sectario, que vive su
cristianismo con una espontaneidad que casi da miedo.
Es un hombre dado a la oración, un hombre que come
todos los días el pan de la muerte y de la vida, un
hombre que se consume por su amor para sus
hermanos.