Este es un libro extraño, porque el autor es quien menos habla en él: es una colección de argumentos de autoridad y ejemplos de conducta (de santos y personas de eclesialidad bien probada). En un primer plano, esas conductas demuestran que la libertad cristiana ha sido un hecho, a pesar de tantos pesares, y que ese hecho no puede ser enterrado ahora que soplan vientos restauradores e involucionistas. Pero, más en profundidad, permiten también adivinar la justeza de aquellas palabras de Gregorio Marañón: "el mérito de la verdad no es casi nunca de quien la dice, sino casi siempre de quien sabe escucharla". Ambas son lecciones de esas que no enseña ninguna teoría a priori, sino sólo la vida misma de la Iglesia, que también ella se convierte en tradición válida al ser revivida y repensada por los creyentes.
En tiempos de nuestros abuelos, posiblemente convenía que quienes nunca pensaron cosas como las que recoge este libro, tampoco supiesen que los santos las habían dicho. Hoy conviene que quienes las piensan con susto, pero con frecuencia, sepan que también los santos las dijeron. Pues esta experiencia, serenada y asimilada, puede convertir en argumento hacia la fe lo que para muchos es hoy argumento contra la fe. En nuestros días no son pocos los que piensan que Dios sigue llamando a su Iglesia a una seria reforma, y que sus responsables últimos harían mal en cerrarse a las incomodidades de dicha reforma alegando que la Iglesia es santa y, por tanto, intocable. Pero, junto a ellos, el autor quiere añadir también que esa reforma no debe ser exigida con desobediencias sistemáticas, ni con manipulaciones ni agresividades ni "passotismo" eclesiástico, sino con la fuerza única de la palabra y de la dosis de verdad que toda palabra contiene y que nunca es plena para ninguna palabra.