En los años sesenta aparecieron movimientos contraculturales -como los hippies en Estados Unidos o los sesentayochistas en Francia- que pretendían cambiar el mundo. Querían más libertad sexual, el fin del consumismo capitalista y un reencuentro con la naturaleza. Sus proclamas aparecían en la televisión con música pop de fondo y parecían de verdad el inicio de una revolución. Sin embargo, sucedió algo inesperado: esas formas de vestir y hablar extravagantes, esa rebeldía ilimitada no solo no acabaron con el capitalismo, sino que pasaron a formar parte del sistema y a ser toleradas e incluso asumidas por la publicidad, las grandes empresas y hasta la propaganda política.