¿Con qué rimaba mi temeridad de entonces para osar una continuación del
Don Juan de Molière y del Don Giovanni de Mozart? ¿Cuáles eran mis
motivaciones para lanzarme a una obra resueltamente clásica, no solo por
su lenguaje, demasiado rico o demasiado demostrativo, sino también por su
respeto de las tres unidades de lugar, de tiempo, y de acción? Ya no lo sé
muy bien. Me acuerdo de que había leído otras continuaciones: el Saint Don
Juan de Delteil me había encantado; el Miguel Mañara de Milosz me había
decepcionado; la novela de Mérimé, Las Almas del Purgatorio me había
abierto nuevas perspectivas. Creí que todavía había espacio para intentar
algo, en el que la conversión no fuese el fin de la comedia, sino el comienzo
de lo trágico.
Del post-scriptum de Fabrice Hadjadj
Año 1600. El Oro del Siglo comienza a ennegrecer. En una noche en que la
Media Luna brilla por encima de las cruces de nuestras iglesias, cual
presagio del fin de la cristiandad triunfante de los Austrias, amenazada
gravemente por su desmoronamiento interno desde la crisis protestante y
por la amenaza turca, se reúnen casualmente en Salamanca, en el claustro
de un convento carmelita, los seis protagonistas de la obra. La conversión
de Don Juan de Mañara, el burlador de Sevilla, su ingreso en los carmelitas
descalzos y la dignidad sacerdotal recibida no deja indiferente a ninguno de
ellos, quienes le creían muerto desde hacía una década. ¿Será esta
conversión un siniestro augurio del paso de una cristiandad triunfante a un
cristianismo místico? ¿Será verdadera esta conversión, o una nueva
estrategia del mujeriego para atrapar nuevas presas? Y si fuese sincera
¿aguantaría las tentaciones de una de sus antiguas víctimas que busca
revancha?