Se quedó viejo, se llenó de óxido, pero una vez fue el mejor estadio del mundo.Los números intentarán reducirlo a un millón treinta y cinco mil metros cuadrados, diez toneladas de cemento o casi mil trescientos partidos oficiales. Cifras que no hablan de lo que de verdad importa. Nada saben de los desvelos de quienes lo levantaron, del sudor de los que sobre su hierba se hicieron ídolos, de los sueños de aquellos que los acompañaron.Entre el primer gol de Luis y el último doblete de Torres pasaron cincuenta y un años, miles de minutos, millones de momentos: Adelardo, Futre, Kiko, Torres o Gabi, pero también románticos, halcones e incluso claveles en un córner. Ellos mismos lo narran. Porque no hay mejor manera de describir algo que dejar que se cuente a sí mismo. Dos onces cosidos por un sentimiento, el de ser del Atleti, y por un lugar, el Vicente Calderón, que nunca se irá aunque algún día no esté. Porque un estadio es mucho más que ladrillos y cemento, es la gente que lo vive y lo juega y que no olvida lo que allí jugó y vivió: la historia, la leyenda.Hasta siempre, Calderón.