Hemos sido creados para cosas grandes, en lo íntimo de nuestro ser hemos
experimentado muchas veces ese deseo de grandeza, pero no con menor
fuerza hemos sentido el zarpazo de nuestra debilidad y nuestra miseria.
Lo segundo no anula lo primero ni lo convierte en una quimera inalcanzable,
es solo un compañero de viaje al que debemos prestar la justa atención. Lo
grande y lo pequeño, lo excelso y lo pésimo van llevando el compás de nuestra
vida cotidiana.
Lo que hago ya sea bueno o malo no me define; lo que tengo, mucho o
poco, no me define; lo que sí me define es mi identidad, quién soy; y soy un
hijo de Dios. La filiación divina constituye una relación particular con Dios en
la que se enmarcan nuestros deseos de grandeza: ¡Ser como Él!
¡Qué paz y seguridad da saber que Jesús no nos deja solos! La cercanía
de Jesús en cada Sagrario fortalece nuestra fe, sostiene nuestra esperanza y
dilata nuestra caridad. En la Iglesia encontramos todo lo que necesitamos en
cada momento de nuestra vida.