Acabamos de salir de un prolongado ayuno eucarístico a consecuencia de la crisis del coronavirus. Durante dos meses nos ha tocado vivir a la luz de la Palabra y a la sombra de la cruz, con la mirada puesta en la Pascua. Nuestra oración se ha vuelto, si cabe, más intercesora que nunca, orando por la salud de los afectados y encomendando a Dios la vida de los que han muerto. Hemos tenido que adaptarnos a otras formas de vivir nuestra fe y de celebrar la eucaristía, y a ello nos han ayudado los medios de comunicación y las redes sociales. Sin embargo, aunque no hemos podido participar presencial y comunitariamente en el sacramento eucarístico, la entrega del Señor que celebramos ha seguido siendo fuente de vida para la Iglesia. Hemos podido comprobar en la entrega, servicio y generosidad de muchas personas, que la eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús y nos implica en su dinámica de entrega (cf. DCE 13). Ahora, que hemos vuelto a la celebración normalizada de la eucaristía, será conveniente que este ayuno experimentado nos ayude a vivir, cuidar y comprender mejor el sacramento. Esa es la pretens