Todo ser humano puede detectar en su interior la voz del deseo y la voz del Anhelo. El deseo es el
lenguaje del ego: nace de la necesidad y se caracteriza por la ansiedad y la insaciabilidad; el Anhelo
es expresión de la plenitud que somos y lleva la marca del gozo y de la gratuidad. Así, mientras la
identificación con el primero tiraniza, el segundo nos conduce a casa.
Un texto es inspirado cuando nace del Anhelo. Eso explica que el lector se sienta leído interiormente
por él. Porque, en último término, todo texto de sabiduría y nuestro corazón dicen la misma cosa,
porque en ambos es el Anhelo quien se expresa.
A diferencia del deseo, siempre insaciable, con el anhelo ocurre una profunda y hermosa paradoja: al
acogerlo se disuelve, porque nos hace descubrir, con tanta sorpresa como admiración, que somos
justamente aquello que anhelábamos. Como decía Jesús, el Reino de Dios está dentro de vosotros.
Esto es lo que descubrimos en el evangelio: una palabra sabia que lee el Anhelo humano y, de ese
modo, desenmascarando posibles engaños y advirtiendo de las trampas que acechan, muestra el
camino a casa, la misma que habitaba Jesús y a la que nombraba como Padre o como Reino
de Dios.
El autor, al acompañarnos en esta lectura del evangelio, abriga el deseo cordial de que la palabra
de Jesús produzca resonancias en nosotros y dinamice nuestro propio Anhelo, hasta descubrir,
experimentar y saborear la plenitud que somos, y que queda expresada en una afirmación del propio
Jesús, aplicable a todos nosotros: Yo soy la vida.