No solo es posible medir la decadencia de la sociedad contemporánea, su humanidad amontonada, sino que se puede cantar sobre el derribo que somos, se puede perpetuar la ironía (que es risa criogenizada) y construir desde afuera la belleza. Fanjul fija la cámara de su docupunk en nuestra roña interior y la rotula en fluorescente, como esa sustancia que se inyecta para resaltar tejidos en el análisis, como la silueta en tiza del cadáver. Lo que queda es lo que somos sin consuelo, ese vacío que flota en nuestro día a día, ese dolor astillado de recuerdo que arrastramos y, así, explorar lo que queda de nosotros en el puro yacimiento. Y Fanjul lo consigue, consigue la imagen de lo despoblado en plena muchedumbre, consigue el hallazgo a través de la danza de la catenaria, del arrullo de las tragaperras, del vagar por los páramos socialdemócratas. Esto va de nuestro mundo: de nuevas formas de belleza y de lo íntimo de su catástrofe.