Por su densidad, las páginas de este libro se prestan,
más que a una apresurada lectura, a una
meditación sosegada. Si el lector lo hace así, verá
cómo, al pasar la última página, le quedará una
doble sensación. Una sensación dulce: por haberse
topado de repente, sin imaginárselo, con una de las
santas más grandes de nuestro tiempo (además de
una de las más grandes maestras y heraldos de la
vida interior). Y una sensación menos dulce al
constatar lo poco conocida y apreciada que es su
doctrina espiritual. Y, como fruto de todo ello, es
posible que en el ánimo del lector brote
espontáneamente este vivo deseo: que los papas se
decidan, a no tardar mucho, a conferir el título de
Doctora de la Iglesia a esta mujer excepcional. Y no
porque ella lo necesite, sino para hacer más visible y
eficaz la profecía que, poco antes de morir, lanzó
con estas palabras: «Me parece que en el cielo mi
misión será la de atraer a las almas, ayudándolas a
salir de sí mismas para adherirse a Dios por un
movimiento simplicísimo y amorosísimo, y guardarlas
en ese gran silencio interior que permite a Dios
imprimirse en ellas, transformándolas en sí mismo».