La dirección espiritual es uno de los acervos de la Iglesia que más dificultades ha encontrado en la
sociedad actual, orientada por el subjetivismo y el culto a la apariencia, precisamente cuando más
sentido y necesidad tiene de ella. El sagrado diálogo con el Maestro, que formó el carácter de los
primeros apóstoles, constituyó desde el principio la base de la pedagogía espiritual de los cristianos, y el
género epistolar, desde las primeras cartas de san Pablo, ha sido siempre una de sus herramientas
preferidas. Reconociendo que el único Maestro siempre es el Señor, el director espiritual ha tenido la
difícil y apasionante misión de acomodar la sicología de su pupilo a la hermosa exigencia de la revelación,
a la verdad de Cristo muerto y resucitado, que sigue llamando a cada creyente al regazo de su intimidad
y al horizonte de su reino. Ediciones Cristiandad pone ahora en manos de los lectores una de las
experiencias contemporáneas más significativas y auténticas de dirección espiritual: la que mantuvo
Albert Peyrigère, un monje eremita del Atlas marroquí, con la hermana dominica sor Ana de Jesús Ternet
y otras religiosas desde 1931 a 1950, gracias a la recopilación que el padre Michel Lafon hizo de sus
escritos espirituales. Prologado por Javier Sesé, el volumen se divide en trece apartados y una tabla
analítica, a través de los cuales asistimos al progresivo discernimiento de los aspectos fundamentales del
trato con el Señor, y también a la liberación de tantas trabas interiores producidas por una errónea
interpretación de las exigencias doctrinales, y sobre todo por el egoísmo camuflado con el que llega a
convivir el alma sin ser consciente de ello.
La presencia de Cristo en usted no es algo que consiga mediante la reflexión piadosa: es una realidad
que Dios le da, es una gracia, decía el padre Albert a Ana de Jesús, en una de las cartas que jalonaron su
extensa correspondencia, en la que la religiosa fue exponiendo sus miedos y sus dificultades para
alcanzar el recogimiento espiritual en medio de la responsabilidad de enseñante que
le exigía su congregación. Sólidamente asentado en la teología paulina, y fiel admirador de san Agustín,
el padre Peyrigère dio un giro a su vida espiritual a raíz de la lectura de una biografía de Charles de
Foucauld, cuyas enseñanzas decidió seguir cuando su obispo le envió a tratar pacientes de tifus en el
norte de África. Tras recuperarse él también de una enfermedad, se instaló en una ermita de adobe en El
Kbab, un pueblo del Medio Atlas marroquí, junto a un dispensario médico donde atendió a enfermos
bereberes y a los niños pobres. Entre sus enseñanzas, destaca su inteligente distinción entre
espiritualidad negativa (centrada en corregir errores propios) y espiritualidad positiva (centrada en hacer
la voluntad de Dios en todo momento), y su convicción de que de su deber de estado es de donde
surgirá lo sublime de su vida, es dentro de este deber cotidiano donde dirá «sí» a Cristo