No pocos piensan que Jesús de Nazaret nunca pretendió ser Dios ni fue considerado Hijo de Dios por la primera generación cristiana, hasta que la Iglesia se decidió a confesar su divinidad en el siglo IV. Bernard Sesboüé pone de manifiesto la perfecta continuidad de fe entre el testimonio del Nuevo Testamento y el de los siglos siguientes, concluyendo que en este punto está en juego el corazón de la fe.