Cuando la autora afrontó la biografía de Josemaría
Escrivá de Balaguer, su inquietud era si habría o no
habría hombre; si, no disponiendo del personaje
en vivo, tendría que vérselas con oceánicos archivos
de papel disecado y testimonios abstractos sin escenarios
ni acción. Ese era su temor: encararse a un
héroe de la virtud, muy elevado y sublime, pero sin
encarnadura.
A medida que exploraba su vida puertas adentro en
su casa de Villa Tevere, en cada escena, en cada frase,
en cada anécdota iba saliéndole al paso un protagonista
de carne y hueso. Cierto, sí, estaba ante
un héroe cristiano; pero curiosamente un héroe sin
epopeya y sin aureola: un héroe de la cotidianidad,
de lo común y corriente.
Ese era su personaje. Un removedor de obstáculos.
Un luchador en pie de guerra contra sí mismo. Un
santo con sangre en las venas. Un santo con cuajo de
hombre: tierra sagrada de miserias y de misterios.